Revista Opinión

Gestos dentro y fuera del estadio

Publicado el 20 febrero 2013 por Manuelsegura @manuelsegura

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En las legiones romanas se saludaba con el brazo extendido y la palma de la mano hacia abajo. Mucho tiempo después, en Italia, el fascismo adoptó el gesto, como hicieran el nazismo en Alemania o la Falange en España. A la muerte de Benito Mussolini, saludar de esa forma podía salirte caro. El país quiso olvidar, también con actitudes como ésta, a los camisas negras y su reguero de frenética locura.

En enero de 2005, en la decimoséptima jornada del Calcio, la Lazio y la Roma se enfrentaron en un duelo futbolístico fratricida en la capital italiana. Ganaron los primeros por tres goles a uno. El veterano Paolo Di Canio abrió el marcador para los celestes en el minuto 29 del choque. Di Canio había vuelto a sus orígenes tras pasar la Juventus, Nápoles y Milan, así como por el Celtic escocés y los ingleses Sheffield Wednesday, West Ham United y Charlton Athletic. Lazio y Roma, rivales eternos, disputaban su derbi número155 de la historia y la ocasión merecía algo especial. Al concluir el choque, Di Canio, quien ya desde su juventud no ocultaba su venerada admiración por el Duce, se quitó la camiseta exhibiendo un tatuaje en el que se leía la inscripción latina Dux, se dirigió al graderío donde se alojaban los ultras de su equipo y, ante la sorpresa de muchos, extendió el brazo derecho y lanzó un grito que fue jaleado por la muchachada. El capitán de la Roma, Francesco Totti, y también Antonio Cassano, le reprocharon el gesto. Ni qué decir tiene que a la nieta del alopécico dictador, Alessandra Mussolini, le encantó, por lo que incluso le invitó a militar en su formación política. Con posterioridad, al jugador los sancionaron con una multa de 7.000 euros y un partido de suspensión.

En estos días, a Salva Ballesta le ha pasado factura su devoción política. El exjugador internacional nunca ha ocultado sus predilecciones en ese sentido y, aunque no ha saludado a la romana, sí era frecuente verle en actitud marcial tras perforar la meta contraria. En el Celta de Vigo no lo han aceptado como segundo entrenador de Abel Resino ante las reticencias de los aficionados más radicales de un club que comparte colores con los laciales.

Jugar al fútbol y declarar las inclinaciones políticas del interesado nunca ha gozado de buena prensa. A Salva Ballesta le ha costado un puesto de trabajo. Él dice que lo han descartado porque se siente “muy español”. Casos como el suyo, pero en el polo opuesto del espectro ideológico, lo protagonizaron leyendas como Iribar, el mítico portero del Athletic que en plena Transición saltó al campo de Atocha, en un derbi vasco, portando una ikurriña junto al capitán de la Real Sociedad, aún en esos días de diciembre de 1976, una enseña prohibida en el Estado español. Aquel gesto también le pasaría factura. Y es que a mucha gente le costó comprender cómo quien había defendido la portería de la selección nacional de España en más de 40 ocasiones abrazaba el ideario abertzale, independentista y cercano a las tesis de ETA que representaba aquella incipiente coalición denominada Herri Batasuna.


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