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Ecosistema Neil Simon: La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977)

Publicado el 09 octubre 2023 por 39escalones
Ecosistema Neil Simon: La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977)

Una casa, un apartamento o una habitación de hotel de una gran ciudad en los que una pareja de personajes de lo más variopintos y opuestos se ven obligados a convivir durante un determinado espacio dramático de tiempo. A tal puede reducirse, con todos los peligros de generalización y ausencia de matices que conlleva toda reducción, el planteamiento de las más conocidas historias del prolífico Neil Simon, uno de los autores teatrales más célebres y populares del último tercio del siglo XX en Estados Unidos y, gracias a la abundancia de adaptaciones al cine de sus obras más exitosas, en el resto del mundo. Tal vez la que disfrute de mayor prestigio, por encima de su popularidad, y la que recibiera mejores críticas de la prensa especializada sea la obra que da pie a esta película de Herbert Ross, cineasta de irregular filmografía cuyos títulos más interesantes quedan a menudo oscurecidos en la vorágine dentro de la que se produjeron, el Nuevo Hollywood de finales de los sesenta y la década de los setenta, a priori un tiempo y un lugar no especialmente adecuados para un director de hechuras tan clásicas. El punto de partida del argumento, el habitual: Paula, una mujer separada (Marsha Mason), madre de una niña, Lucy (Quinn Cummings), tiene que compartir el que era su piso con el nuevo inquilino, Elliott Garfield (Richard Dreyfuss), un actor de poca monta que se desplaza desde Chicago a Nueva York para participar en un estrafalario montaje off Broadway del Ricardo III de William Shakespeare que dirige un individuo no menos excéntrico (Paul Benedict).

En un género de tan poca variedad y excesiva explotación en las últimas décadas como la comedia romántica, la historia de Simon, autor también del guion, y Ross sorprende poco. El inicial antagonismo entre Elliott y Paula, subrayado por las costumbres y los horarios opuestos y los sucesivos enfrentamientos, llevados hasta casi el delirio, que tales situaciones incómodas generan, deriva en progresivo entendimiento y cooperación, y de ahí al afecto en grado creciente hasta la eclosión romántica final, en una conclusión, no obstante, tan emotiva como alabada. En este punto, es más acusado el arco dramático del personaje de Dreyfuss, ganador del premio Oscar al mejor actor de ese año por este papel, sobre el que reside la mayor carga de comicidad de la cinta, entre el humor físico cercano al slapstick del principio a los juegos de ironía e ingenio de sus diálogos, los mejores y más agudos de la película. El personaje de Paula, en cambio, sumido en la misma precariedad (si la carrera profesional de Elliott depende de ese papel fuera de circuito y del «descubrimiento» de algún crítico, ella se ve forzada a intentar recuperar su abandonada carrera de bailarina, pero con más años y otro cuerpo encima), es más realista y sufridora, sus problemas son más inmediatos y acuciantes por la presencia de su hija, que tampoco anda mal surtida de réplicas y apuntes socarrones. En todo el tramo inicial cobra protagonismo el escenario del apartamento, los espacios individuales (los dormitorios) y las zonas comunes a compartir por obligación, por el cual se extienden las discusiones, los desencuentros, las inoportunidades y los instantes incómodos. Cuando la película abandona sus cuatro paredes, ya está más sentimentalizada, es más romántica, a excepción de los ensayos de Elliott en la cada vez más retorcida y estrambótica visión que del personaje de Shakespeare tiene Mark, el director de la obra. La velocidad de la película también cambia; la comedia verbal y gestual, más acelerada, de diálogos rápidos y lapidarios, tiene su compensación en los más reposados baches románticos, y el centro de gravedad de la trama se desplaza del humor al amor a medida que el ritmo se ralentiza y que el apartamento pasa de ser un campo de batalla a promesa de felicidad solo alterada por el drama final, la oferta que Elliott recibe de Hollywood para hacer una película allí, y que amenaza con romper la pequeña y anómala unidad casi familiar que con tanto esfuerzo ha puesto en marcha junto a Paula.

The Goodbye Girl (1977) - Turner Classic Movies

Si las situaciones y el argumento no son demasiado originales y no ofrecen nada especialmente nuevo, cabe buscar las virtudes de la película por otros derroteros. La primera de ellas, las interpretaciones, intensas y frescas, muy trabajadas, con ese acusado e insistente, exasperante trabajo que consiste en conseguir aparentar que no se actúa (imprescindible versión original, con subtítulos o no), que se observa un pedazo de vida de gente corriente que sí, habla de manera algo más literaria que en la vida común, pero que habla y siente de verdad. En segundo término, la sensibilidad del autor y, en especial, del director, un Herbert Ross que se mueve como pez en el agua en este registro clásico, próximo a la comedia de los años treinta y cuarenta, con sensibilidad pero sin sensiblería (algunas veces camina sobre la fina línea que separa ambos conceptos, incluso adelanta algún paso peligrosamente, pero a tiempo de volver atrás), con un humor inteligente que permite participar al espectador, adelantarse, concluir, ser cómplice, y con un estilo visual tradicional, al servicio del texto y de los actores, sin alharacas ni florituras innecesarias, ese envidiable estilo invisible a menudo tan infravalorado por quienes creen que el cine solo está en aquello que se subraya. De este modo, una noche lluviosa, una persiana levantada y una cabina telefónica en la esquina pueden resultar tan cotidianos como líricos o cómicos, según el ángulo y el momento desde el que se observan. Una forma de mirar, la de Ross, que a partir de Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1972) contribuyó notablemente al crecimiento como creador y cineasta de Woody Allen, quien no mucho después de trabajar con el director (tan de Brooklyn como él mismo) se plantearía abandonar su habitual estructura cómica de parodia a base de gags y sketches para, filtrada a través de sus filias personales (Bergman, Fellini, Buñuel, la literatura francesa y rusa, el cine clásico de Hollywood…), adoptar la misma querencia de Herbert Ross por ese cine de personajes, situaciones y diálogos sólidos y de mirada lírica, poética y algo sardónica hacia la gente corriente que no tiene nada de vulgar ni de anodina, sus apartamentos siempre llenos de libros y sus entornos urbanos (mercados, parques, cafés, restaurantes, librerías, teatros, cines, salas de conciertos…), que hace del estilo de Woody Allen un universo envidiable y reconocible.


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