Revista Ciencia

¿Dónde está el Santo Grial?

Publicado el 03 abril 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

¡Albricias! Un nuevo grial ha aparecido, y van veinte o así, esta vez en tierras de León. Se trata del que hasta ahora se conocía como cáliz de doña Urraca y que, gracias al libro aún por publicar pero que está destinado a best-seller hispano de primavera, va a atiborrar de turistas de lo sagrado el encantador rincón de la meseta ibérica.

Pero, un momento, ¿qué blasfemia se acaba de cometer?, ¿”un nuevo grial”? ¡No! ¡”El” Grial! Lo confirman los estudios tipológicos. ¡Tiembla, Dan Brown! ¡Pa´ti María Magdalena y tus cuentos escoceses…!

Bueno, no, pa´ti no… O sí…

Bah, pasando de la tipología. Y pasando de Dan Brown. Un servidor se queda con la peli, que Audrey Tautou como custodia de la sangre de Cristo mola mazo, sobre todo porque es inevitable asociarla con la cautivadora, desprendida, espléndida y platónica Amelie. Cosas del cine que no te da el cáliz de doña Urraca, sobre todo ahora que los custodios de la reliquia han subido el precio de las entradas cual I.V.A. de espectáculos, que Babia queda cerca pero ni de lejos está la cosa para despitarse con los acontecimientos del reino.

Dicho lo cual, aprovecharemos para hurgar en la filosofía perenne, que no da dinero ni atrae a las masas ávidas de copas pomposas, misterios pop y actrices custodias chic, pero que es lo que hay en este blog. Así va la cosa…

Escribía René Guénon, igual que otros, pero es que éste habla en relación a los símbolos sagrados, que la civilización occidental moderna es una anomalía:

…de todas las que conocemos, es la única que se ha desarrollado en un sentido puramente material, la única también que no se apoya en ningún sentido superior. Este desarrollo material, que continúa desde hace ya varios siglos y que va acelerándose de más en más, ha sido acompañado de una regresión intelectual, que ese desarrollo es harto incapaz de compensar.

[…] aquellos mismos que se creen sinceramente religiosos, en su mayor parte no tienen de la religión sino una idea harto disminuida; ella no ejerce apenas influjo efectivo sobre su pensamiento ni su modo de obrar; está como separada de todo el resto de su existencia. Prácticamente, creyentes e incrédulos se comportan aproximadamente de la misma manera; para muchos católicos, la afirmación de lo sobrenatural no tiene sino un valor puramente teórico, y se sentirían harto incómodos de haber de verificar un hecho milagroso.  Esto es lo que podría llamarse un materialismo práctico, un materialismo de hecho; ¿no es más peligroso aún que el materialismo confesado, precisamente porque aquellos a quienes afecta no tienen siquiera conciencia de ello?
Por otra parte, para la gran mayoría, la religión no es sino asunto de sentimiento, sin ningún alcance intelectual; se confunde la religión con una vaga religiosidad, se la reduce a una moral; se disminuye lo más posible el lugar de la doctrina, que es empero lo absolutamente esencial, aquello de lo cual todo el resto no debe lógicamente ser sino consecuencia.

(Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada)

En la literatura iniciática, es una clave fundamental que, cuanto más estrambótico resulta un pasaje, más atención requiere, por cuanto es una advertencia sobre su contenido oculto; a él no se puede llegar por análisis alguno, pues el símbolo no admite traducción; no es posible decirlo ni por tanto comprenderlo, sólo cabe vivirlo de forma personal y asumir la soledad que nace de toda experiencia imposible de ser compartida.

La ocultación no es un capricho, sino una necesidad. Cuando, por ingenuidad o, en muchos casos, por debilidad e inseguridad, se busca la comprensión de los demás, lo único que se consigue es aumentar la agonía. La única vía en este sentido es la poética, dejando al mundo decidir por sí mismo cuán profundo puede llegar.

En el lado opuesto, el de la recepción, el gran error es descartar lo inverosímil por quedarse en la lectura superficial, no sólo de las leyendas sino de la existencia; o, peor aún, por culpa de la misma superficialidad, dejarse seducir por el sueño de materialidad, por la ilusión de que el misterio es fácil de manejar en tanto que es un objeto más en el mundo; basta con salir a buscarlo.

Cabe subrayar, por otra parte, (sea ésta una mano tendida al grial de León… y al de Valencia… y a todos los que en el mundo han sido) que la admisión del símbolo no excluye su significación literal o histórica; no obstante, ésta debe quedar relegada a un segundo plano y ser entendida en su carácter anecdótico, como síntoma o manifestación de algo más allá de lo puramente físico.

También escribe Guénon, aunque aquí la cita procede de Julius Evola, que:

…en casi todos los casos se trata de elementos tradicionales en el verdadero sentido del término, aunque a veces deformados, mermados o fragmentarios, y de cosas que poseen un valor simbólico real, cuando todo ello, en vez de ser de origen popular, a fin de cuentas ni siquiera es de origen humano. Lo que puede ser de origen popular es únicamente el hecho de su “supervivencia”, cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas […] que quizá se remontan a un pasado tan lejano que sería imposible determinarlo, y que por eso nos contentamos con relegar al oscuro ámbito de la prehistoria. A este respecto, sin embargo, el pueblo ejerce la función de una especie de memoria colectiva más o menos subconsciente cuyo contenido procede sin duda de otra parte.

La primera aparición del Grial en el contexto cristiano tiene lugar en la última década del siglo XII, en la obra Perceval, de Chretien de Troyes. No obstante, sus orígenes se remontan en el tiempo a las antiguas tradiciones de los celtas: aparece en la tradición galesa bajo la forma de calderos mágicos; en concreto, del caldero mágico de Bran.

Bran se nos aparece en los mitos como el dios de la regeneración, el rey de los britanos y/o un gigante bastante querido por el pueblo. En cuanto que dios de la regeneración, su caldero mágico tenía el poder de resucitar a quienes morían. En una de las leyendas, Bran muere decapitado, pero su  cabeza sigue hablando y se convierte en un talismán que da buenos consejos y ejerce de oráculo.

Robert de Boron es quien, décadas después de la leyenda iniciada por Troyes, identifica el Grial con el Cáliz de la Última Cena: José de Arimatea recogió el cáliz, en el que además se vertió la sangre de Jesús cuando fue crucificado, y emigró hacia las islas británicas, donde creó una orden de guardianes del Grial.

El historiador Robert Graves, tal y como explica en La diosa blanca, veía en Bran la huella de la importación, desde el Egeo, de los cultos mediterráneos relacionados con Asclepio, el dios griego de la medicina, quien comenzó a salvar vidas tras decapitar a Medusa.

Ya sea por mediación de la leyenda de Boron, o por la hipótesis histórica de Graves, asistimos a una confluencia de tradiciones, griega, pagana y hebrea-cristiana, con un mismo fondo simbólico: la cabeza cortada y parlante también estaba presente en el mito de Orfeo y, por supuesto, en el cristianismo, a través de la figura clave que es Juan el Bautista.

Podemos considerar a Juan el Bautista como el puente entre dos tradiciones, la pagana y la cristiana, en tanto que su cabeza cortada es servida en bandeja a Salomé. Entenderemos mejor esta representación del conocimiento divino, donde Bran/Juan el Bautista enlaza la antigua representación, la cabeza, y la que habrá de popularizarse a partir de él, el recipiente “mágico”, ya sea bandeja o copa, en definitiva grial, si acudimos al Tratado IV del Corpus Hermeticum, donde se dice que un mensajero de los dioses es enviado a la Tierra con una crátera en la que se derrama el nous, la mente divina; en ella habrán de sumergirse quienes acepten el ofrecimiento de  la gnosis, el conocimiento necesario para la elevación espiritual:

—¿Por qué motivo entonces, oh padre, no compartió dios la mente con todos ellos?
—Lo que quería, hijo mío, es colocar la mente entre las almas, como un premio a conquistar.
—¿Y dónde la colocó?
—Llenó una gran crátera y la envió aquí abajo, y designó un heraldo, a quien ordenó hacer la siguiente proclama a los corazones de los hombres: “Sumérgete tú mismo en la crátera, ya que tu corazón puede, si cree que te alzarás de nuevo hacia aquel que ha enviado la crátera aquí abajo, y si sabe reconocer para qué naciste”.

Todos aquellos que prestaron atención a la proclama y se sumergieron en la mente se hicieron partícipes del conocimiento y se convirtieron en hombres perfectos, pues recibieron la mente.

Juan el Bautista es el último gran profeta según los mandeos,  un grupo gnóstico surgido a orillas del río Jordán durante el siglo I y cuyas tradiciones se mantienen aún gracias a unos pocos miles de fieles que habitan las montañas de Irak. En su día, se cuenta que custodiaban la reliquia de la cabeza de Juan en Damasco, considerada portadora de poderes milagrosos.

Hay quienes han querido ver en los misterios templarios un contacto de la Orden con las sectas mandeas en la Siria del siglo XII y la explicación a la importancia de Juan en el Temple. Según las acusaciones contra la Orden, los Pobres Caballeros de Cristo reverenciaban una cabeza cortada, a la cual adoraban como fuente de vida.

El misterio del Baphomet en cuanto que cabeza cortada adorada en desconocidos rituales ha sido parte de la leyenda templaria a través de los siglos desde las acusaciones que acabaron con la Orden y el motivo de que se hable de su asociación con los mandeos. Pero Baphomet es algo más: según el estudioso Hugh Sconfield, los templarios utilizaron la llamada “codificación atbash” para encriptar la palabra griega “sophia” y así convertirla en “Baphomet”.

Sofía es una figura central en la cosmología gnóstica. Es la portadora de la sabiduría, aquella que ha de ayudar a los humanos a liberarse de su prisión terrena y regresar a la esfera de las divinidades, de donde los hombres fueron arrojados a niveles inferiores al ser engañados por los arcontes.

Esta función de liberadora ha estado presente en todas las civilizaciones, donde la figura de la diosa ha sido siempre la de una sanadora, y por tanto a ella se subordinaban los sabios-médicos: Toth lo fue en relación a Isis, Esmun a Ishtar, Asclepio a Atenea, Odin a Freya, Diancecht a Brigit, Bran a Danu, etc.

Todo lo cual nos lleva a mencionar la contribución de los templarios al esplendor del fervor mariano. Louis de Charpentier cita en El misterio de las catedrales una frase al respecto tomada de uno de los procesos que tuvieron lugar en 1310 contra ellos:

Tu Orden, la del Temple, ha sido fundada en Concilio general en honor de la santa y gloriosa Virgen María, tu Madre, por el bienaventurado Bernardo.

Quizás el vínculo más palpable entre María y las diosas sanadoras lo encontremos en la figura de la Virgen de Lourdes, tanto en su historia como en su relación con el paisaje subterráneo de la gruta.

La pasión templaria por las vírgenes negras y las leyendas en torno a María Magdalena como compañera de Jesús, tan populares hoy en día, no hacen sino esconder otro símbolo perenne: uno de los textos encontrados en Nag Hammadi, titulado Pistis Sophia, relaciona a la Sofía gnóstica con María Magdalena.

Gracias a un ensayo de Georges Duby sobre el personaje, sabemos que María Magdalena era adorada por la Iglesia bizantina y se la rendía culto en su tumba de Efeso. A través de la cristiandad griega, el culto se extiende por el sur de Italia y cobra gran popularidad en Inglaterra. En Francia, la abadía de Vezelay, fundada en el 860 por Girard de Rousillon, se convertirá en el principal centro del culto a la Magdalena cuando se asocie el lugar con sus reliquias, en la primera mitad del siglo XI, época de la reforma cluniacense.

Duby recoge las historias que se elaboraron para justificar la presencia en Francia de las reliquias, entre ellas el viaje por mar con Maximino, uno de los setenta y dos discípulos:

Tras desembarcar en Marsella, ambos se dedicaron a evangelizar con sus predicaciones el país de Aix. Una vez muerta maría Magdalena, Maximino le hizo hermosos funerales y metió su cuerpo en un sarcófago de mármol que mostraba, esculpida en una de sus caras, la escena de la comida en casa de Simón.

La primera interpretación de esta figura es la de una mujer rica y poderosa que lo deja todo para terminar arrodillándose ante el Cristo resucitado y que, lejos de todo lo material, se convierte en su primer apóstol.

No será hasta más tarde, a partir del siglo XII, que la “dulce enamorada” es reducida a imagen del pecado y de la expiación mediante penitencia, cuando la amante es borrada de la mente colectiva para ser convertida en la prostituta doliente y arrepentida.

Precisamente, este papel de amante nos sitúa a la Magdalena en el camino de las antiguas diosas del amor. Es la diosa roja que, junto a la diosa negra y a la diosa blanca, conforman los tres aspectos de la Gran Diosa, los tres aspectos necesarios para completar la obra de transformación interior que es la Alquimia, con su nigredo, albedo y rubedo.

Entramos, así, en el meollo de la filosofía perenne. De acuerdo a los mitos en torno al origen del Grial, se nos dice que éste fue labrado por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer cuando éste cayó. Confiado a Adán en el Paraíso terrenal, perdido después del pecado original, el Grial fue recobrado por Set, que pudo entrar en el Paraíso terrenal, y luego por otros, antes de Cristo.

De la misma forma, en uno de los prefacios a Las moradas filosofales de Fulcanelli, dedicado a la alquimia, se dice que:

[...] el espíritu universal ocupa un lugar importante, en base misma de la gama polícroma de la Gran Obra. Ese spiritus mundi disuelto en el cristal de los filósofos produce aquella misma esmeralda que se desprendió de la frente de Lucifer en el momento de su caída, y en la cual fue tallado el Graal.

De modo que el Grial se transforma en el símbolo de una sabiduría perdida tras la expulsión del Paraíso, es decir, tras la pérdida del contacto entre el hombre y la divinidad. Sin embargo, uno de los hijos de Adán, Set, lograría recuperarla y transmitirla de generación en generación a unos pocos elegidos.

La copa está tallada en una esmeralda caída de la frente de Lucifer. Éste, erróneamente confundido por ciertos ámbitos cristianos con Satanás, es, al contrario, el ángel “portador de la luz”, del conocimiento. La frente, precisamente, es el punto del tercer ojo, el acceso al conocimiento trascendente según las tradiciones orientales. Y la piedra es el símbolo arquetípico de lo eterno e inmortal. Más concretamente en nuestro caso, la obra hermética en la que se recoge el secreto de la “sustancia primordial”, la finalidad última del Ser, es un breve texto atribuido a Hermes Trimegisto llamado Tabla de esmeralda.

La imagen de una copa apunta directamente al símbolo de las fuerzas relacionadas con lo femenino, el recipiente que alberga. Desde la perspectiva esotérica, el receptáculo material que permite contener y catar, percibir con los sentidos, el brebaje espiritual, el líquido divino. En otro conjunto simbólico, la virgen que, fecundada por la divinidad, engendra dentro de sí al Cristo, el significado último de la existencia humana, el hombre como “sí mismo”, que diría Jung.

Precisamente, en el evangelio de Lucas encontramos una genealogía de Jesús que difiere de los otros textos y que muchos atribuyen a que se basa en la ascendencia de María, mientras que Mateo sigue la ascendencia de José. Lucas remonta la línea de sangre a, justamente, Set, el que recuperó el conocimiento perdido. Así pues, María, la heredera de esa sabiduría, se convierte en la madre del Cristo.

Para la simbología esotérica, la diosa es la representación del alma descendida al mundo de lo físico. Es virgen porque, aunque está en contacto con la materia, su esencia es siempre incorruptible, pues es de origen divino. Sólo encontrando esa copa inmaculada es posible que se vierta el brebaje de la inmortalidad.

Finalmente, hay otro símbolo fundamental para entender el mensaje escondido en la imagen del Grial. Es la flor mística. Este pasaje viene a cuento porque Guénon se refiere a la abadía de Fontevrault, que es donde fueron enterrados Enrique II de Inglaterra y su mujer Leonor de Aquitania:

En Oriente, la flor simbólica por excelencia es el loto; en Occidente, la rosa desempeña lo más a menudo ese mismo papel. Por supuesto, no queremos decir que sea ésa la única significación de esta última, ni tampoco la del loto, puesto que, al contrario, nosotros mismos habíamos antes indicado otra; pero nos inclinaríamos a verla en diseño bordado sobre ese canon de altar de la abadía de Fontevrault, donde la rosa está situada al pie de una lanza a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esta rosa aparece allí asociada a la lanza exactamente como la copa lo está en otras partes, y parece en efecto recoger las gotas de sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; pero, por lo demás, las dos significaciones se complementan más bien que se oponen, pues esas gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrir. Es la “rosa celeste”, según la figura tan frecuentemente empleada en relación con la idea de la Redención, o con las ideas conexas de regeneración y de resurrección.
[…] Aparte de las representaciones en que las cinco llagas del Crucificado se figuran por otras tantas rosas, la rosa central, cuando está sola, puede muy bien identificarse con el Corazón mismo, con el vaso que contiene la sangre, que es el centro de la vida y también el centro del ser total.

Leonor de Aquitania es una figura principal en el mecenazgo de los trovadores y la difusión de las leyendas del Grial. Más aún, su abuelo fue Guillermo IX de Poitiers, primer trovador provenzal del que se tiene constancia. ¿Qué tiene que ver la poesía trovadoresca con el Grial? En realidad, el tema del amor a la mujer idealizada está muy vinculado con las corrientes cátaras que poblaban la región por aquellos mismos tiempos: trasciende el aspecto físico y se muestra como punto de partida para ascender en el camino espiritual.

La dama provenzal representa la aspiración a la sabiduría alcanzada por el conocimiento de las leyes de amor, la doctrina secreta a la que aspira el iniciado. Los “secretos del amor” no pueden ser revelados, sino que se han de guardar celosamente. De nuevo, las diosas del amor grecolatinas escondidas en la literatura gnóstica.

El ejemplo más conocido y principal punto de referencia de este trasvase es El asno de oro, en que Apuleyo narra la historia de Lucio quien, para dejar de ser el asno en que se ha convertido y volver a su forma humana, habrá de comer las rosas que porta un sacerdote de Isis.

Para añadir más historia al asunto, Enrique II, el marido de Leonor, era un Plantagenet, apodo con el que se conoció al padre de la saga, Geoffrey de Anjou, porque, según dice la leyenda, siempre portaba una planta de genista de cinco pétalos. La relación de la flor mística, símbolo de redención, con el número cinco nos lleva a los orígenes conocidos de todo este embrollo: la escuela pitagórica. De ella y de cómo su conocimiento llegó a la Francia del siglo XII ya hemos hablado en otra ocasión. Y allí está la clave de todo.

Pero citaremos otra referencia que nos ampliará la visión. Según las indicaciones de Charpentier, y tal y como apuntan otros autores como Juan García Atienza, el conocimiento secreto templario se basaba en un esoterismo telúrico que se remonta a las enseñanzas del egipcio Toth, las cuales enlazan de una civilización a otra desde la construcción de las primeras pirámides hasta el Templo de Salomón, el Hermes griego, el Mercurio de los romanos y, común a todas ellas y anterior, el legendario Lug precéltico.  El heredero cristiano de estos arquetipos del conocimiento sagrado no sería otro que San Miguel Arcángel, uno de las figuras más ensalzadas en las construcciones templarias.

Arquitectura sagrada para la representación de símbolos eternos. Tal es la gran obra física del arte gótico, cuyo padre espiritual, Bernardo de Claraval, es al mismo tiempo el padrino del Temple y el abanderado del culto mariano, a cuyos pies se rindieron los grandes nobles de la época. Entre ellos, nuestra enigmática y admirada Leonor de Aquitania.

Estamos, en fin, ante un único principio sagrado universal que se oculta tras las máscaras de diferentes expresiones simbólicas desde que el hombre es hombre, siempre en el marco significativo de lo oculto, lo profundo, lo nocturno.

En definitiva, estamos ante aquello que permanece velado a la conciencia, de ahí que el siglo XX lo atisbe en el Inconsciente Colectivo tal y como nos descubriera Jung, aunque ello despertase las críticas de muchos ocultistas contrarios a esta “psicologización” de lo esotérico.


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