Revista En Femenino

Casa barata

Por Expatxcojones

Casa barata

Casa Barata, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com


A finales del S.XIX la abundancia de españoles en Tánger además de una realidad era un problema. Me refiero a los españoles pobres, los ricos ya se sabe que van por su cuenta. En Marruecos los españoles proletarios, que también los había —a parte de funcionarios, policías, espías, militares, médicos o maestros—, vivían hacinados en la Medina —que ya no daba más de sí— en unas condiciones deplorables. Aun así eran afortunados, pues a diario llegaban a la ciudad compatriotas que no tenían donde caerse muertos. Hasta que un día por allá el 1887 al padre Lerchundi se le encendió la bombilla e ideó un proyecto urbanístico de Casas Baratas.
Eran viviendas de madera, modestas e higiénicas. Pensadas para albergar a gente humilde a precios asequibles. Al cabo de los años terminaron siendo demolidas pero siguen dando nombre a este barrio periférico de Tánger. Un barrio humilde y bullicioso, donde el 15% de sus habitantes vive en chabolas y casi el 50% de la gente es analfabeta.
Pero Casa Barata no es conocida por su población sino por su mercadillo. Lo que no encuentres aquí es que no existe. En Casa Barata se compra —y se vende— de todo. Desde artículos de primera mano, a los de segunda mano, tercera, cuarta… y los que son prácticamente inutilizables. Las malas lenguas también hablan de artículos robados. Ordenadores, teléfonos, televisiones. En Casa Barata puedes encontrar las últimos modelos a mitad de precio.
Cojo un Petit Taxi que me deja delante de la mezquita. Paso de largo y entro por la primera calle a la derecha. Aquí, debajo de unos árboles, alguien ha montado un tenderete. Expone sobre la misma arena. Todo son artículos hechos de mimbre. Sillas, mesas, alfombras, cajas, lámparas, posa vasos, cestas de todos los tamaños y un montón de cosas más.
   —Está hecho con material del Amazonas —me dice en perfecto español el vendedor.   —Ya será menos…   —Es de los bosques de África.   —Ah…
Justo al lado hay un hombre con un carrito y encima una montaña de cal. Piedras y piedras de un blanco inmaculado. El siguiente vendedor también tiene un carrito pero en lugar de blanco es todo negro. Vende carbón. Y en medio de los dos una lona de plástico azul puesta en el suelo. Colocado de cualquier manera, una cantidad ingente de pan seco. Nunca he conseguido saber para qué lo utilizan. Un día voy a tener que preguntarlo.
Esta primera callecita por la que se accede a la gran explanada exterior está llena de puestos de lo más variado. En apenas tres minutos veo plantas, piezas y repuestos mecánicos, bañeras, inodoros y vides, hornos industriales, máquinas de gimnasio, espejos rotos, lámparas, candelabros, básculas que no funcionan, juguetes estropeados, zapatos solitarios y herramientas herrumbrosas.
Dejo tras de mí las montañas de objetos —la mayoría viejos o mutilados— y veo cuatro tiendas. Estas sí, con paredes, puerta, luz y todo lo necesario para catalogarlas como tal. Las hay de cortinas, de camas, de muebles de madrea y, también de jardín. Pero es sólo un oasis en el desierto. A medida que avanzas, baja el nivel y la calidad de los artículos expuestos.
Las paradas son cuartuchos de apenas cuatro o cinco metros. El resto de objetos están directamente expuestos en la calle. Veo un radiocasete de los ochenta, revistas de la década pasada, videos UHF, ropa usada y un sinfín de artículos apilados de cualquier manera y me pregunto de dónde lo traen y quién lo compra. ¿Quién querrá una olla llena de hollín? ¿O un triste zapato solitario? ¿Para qué un peluche con la tripa destripada? ¿O un carrito sin ruedas? Hay gente para todo, supongo.
He llegado pronto —son las once y media de la mañana— y esta colmena humana apenas empieza a levantarse. Los hombres desayunan tranquilamente frente a sus puestos. Ahora pasa un motocarro cargado de naranjas, ahora un par de chavales llevando un sofá; los clientes todavía no han llegado.
Sigo andando. Veo bicicletas viejas, enchufes, altavoces, cuchillos, neveras, sartenes, máquinas de coser, anillos, pendientes y pulseras, discos, jarrones y ventiladores. Hace un sol abrasador y no hay donde resguardarse. Me cruzo con un gato hambriento y un herrero que trabaja. Las chispas anaranjadas saltan disparadas a su alrededor. Está moldeando lo que parece ser una verja. No lleva gafas de protección y en los pies, unas sencillas chanclas.
Necesito ponerme a la sombra y por un lateral accedo al recinto interior. Es fácil perderse pues no hay más que pasillos y pasillos. Ninguna indicación. Aquí todo lo que se vende es nuevo pero en su mayor parte de imitación. Deportivas Nike, camisetas Hugo Boss,pantalones Armani…
También hay productos de limpieza y cosmética, en este caso originales pero de contrabando, los han traído desde Ceuta. Puedes encontrar champús, cremas, desodorantes, colonias, pintalabios, espuma de afeitar y todo loque necesites para estar guapo.
Me paro frente a una tienda que vende utensilios de cocina. Aprovecho para comprar unas tijeras y un cascanueces. Pago siete euros por las dos cosas. El vendedor me las pone en una bolsa y acto seguido empieza a sacar el polvo a los demás artículos con un plumero. El polvo se desplaza a la derecha y se posa en los dátiles del vendedor contiguo.
   —Andik, andik (cuidado, cuidado) —grita un hombre al pasar por mi lado. En la cabeza lleva una gran bandeja con dulces. Me recuerda a los turrones de Alicante porque están hechos de miel y almendras.
De nuevo me dirijo a la calle. Me cuesta encontrar la salida, antes doy unas cuantas vueltas intentando orientarme. Finalmente la hallo y un mendigo jorobado de edad incalculable me pone la mano para que le eche unas monedas. Rebusco en el bolso y le doy lo que llevo suelto. La luz del sol me deja ciega por unos instantes y un fuerte olor a pis invade mis fosas nasales. Camino tapándome la nariz hasta dejar los efluvios atrás y me paro a esperar un taxi. Justo al lado un coche con el maletero abierto deja ver el género expuesto. Cruasanes, madalenas, galletas y todo tipo de bollería artesanal.
   —Dos dírhams, dos dírhams —grita el vendedor.
Le sonrío y niego con la cabeza. Ahora mismo tengo el estómago cerrado. Entre el calor y la caminata estoy medio mareada. Sólo quiero llegar a casa y ponerme bajo la ducha. Mañana será otro día.

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